26 febrero, 2017

POBRES Y PÍCAROS EN LA ESPAÑA DE LOS SIGLOS XVI Y XVII

El Patizambo.
José de Ribera (1642)
La mendicidad y la pobreza fueron una constante en los siglos XVI Y XVII. A ello contribuirían las fluctuaciones climatológicas (sobre todo en el s. XVII) que provocaron malas cosechas, y por tanto, dificultades alimenticias, pestes y fiebres que intensificaron la miseria de los grupos sociales menos favorecidos, cuya respuesta fue dirigirse a las grandes ciudades de la época, como Madrid o Sevilla, para intentar mitigar su necesidad a costa de arrastrar una mísera existencia y malviviendo de la caridad pública.

Había quien no ejercía la mendicidad de forma permanente, sino que al ser trabajadores sin una cualificación especial, pedían durante algún tiempo hasta que conseguían algún trabajo.

La sociedad de la época no consideraba a los mendigos un mal a erradicar por medio de medidas políticas, y la doctrina católica hacía de ellos motivo y pretexto para practicar la caridad cristiana.

La mendicidad era incluso un derecho para aquellos que no podían trabajar por razones de enfermedad, edad o mutilación, que eran los mendigos "reconocidos", y que poseían una licencia concedida por el párroco de su pueblo, ciudad o barrio, la cual les permitía ejercer el pordioseo. Los más respetados y los que conseguían mantener su indigencia más dignamente eran los ciegos, que solían acompañarse de una guitarra o de la chinfonía o gaita de ciego, y un perrillo que bailaba. En ciertas ciudades los ciegos se agrupaban en cofradías cuyos estatutos eran oficialmente reconocidos por la autoridad municipal, permitiéndoles el privilegio de recitar con exclusividad coplas y oraciones, y vender pliegos de cordel o almanaques.

El músico ciego. Ramón Bayeu (1786)

Pero además de los mendigos con licencia, también existían los falsos mendigos, siendo muy difícil distinguir los unos de los otros. Así se calcula en unos 150.000 los que vivían en la Península de la caridad pública, siendo simuladores la mayor parte, según estimaciones del médico Cristóbal Pérez de Herrera (1558-1620) en su obra Discursos del amparo de los legítimos pobres.

El mundo de la mendicidad real y el de la picaresca convivían entremezclados, siendo muy difícil diferenciarlos y separarlos.

Se sabe que el grupo de los mendigos fingidos, era el estadio más bajo de la práctica picaresca, junto con los falsos peregrinos. Pero sí la valentía no era una de sus cualidades más destacadas, la imaginación para conmover a las gentes sí era uno de sus rasgos más definitorios. Así la simulación de llagas sangrantes, cojeras, calenturas, etc. suponía su mejor fuente de ingresos. Estos falsos mendigos estaban en todas partes, por los paseos y, sobre todo en las iglesias, tanto en su interior como el exterior de las mismas.

La vieja frutera . Diego Velázquez (1619)
Por encima de los mendigos fingidos estaban aquellos que tras la pantalla de algún oficio, como el de buhonero, escondían pequeñas actividades delictivas, como robos y engaños.

Por último, y en un grado superior y mas "profesional" estaban los ladrones, matones y rufianes. Entre los ladrones existía una amplia gama de especialistas: los grumetes, que desvalijaban las casas escalando por sus paredes; los devotos, que robaban los cepillos de las iglesias; o los apóstoles, especialistas en ganzúas para abrir toda clase de puertas; y los famosos capeadores, que dejaban a los transeúntes sin capa en una abrir y cerrar de ojos.


Celestina y su hija en la cárcel. Esteban Murillo.
En cuanto a los rufianes y matones, eran asesinos a sueldo. Pero también solían actuar como alcahuetes, viviendo de los ingresos de prostitutas que tenían a su cargo, e incluso hacían el papel de marido ultrajado, exigiendo reparaciones de algún crédulo al que encontraban con su pretendida mujer. Las prostitutas que se avenían a la protección de los rufianes eran las más modestas del oficio.

Junto a la prostitución reglamentada, existía la que convivía con la picaresca, en la que las mujeres adoptaban los hábitos externos de grandes señoras y conseguían, con la ayuda de algunos truhanes, sustanciosos beneficios.

Guzmán de Alfarache  de
Mateo Alemán (1599)
Las grandes ciudades como Madrid, Sevilla, Cádiz o Valencia, ejercían una atracción especial para estas gentes, y era allí donde formaban bandas organizadas llamadas "cofradías" o "monipodios", que contaban no sólo con los ejecutores de los delitos, sino también con una complicada red de encubridores y cómplices. En cada ciudad existían lugares determinados en donde los delincuentes  se reunía. Así, en Madrid se localizaban en la Puerta del Sol o la Plaza de Herradores, en Sevilla se podían ver en el Corral de Olmos o el Corral de los Naranjos y en Toledo se situaban en la Plaza del Zocodover.

La literatura de la época se basó en la picaresca para crear un género literario, la literatura picaresca, que tuvo un gran auge e importancia durante el Siglo de Oro. Este nuevo género surgía como crítica, por un lado de las instituciones degradadas de la España imperial y por otro, de las narraciones idealizadoras del Renacimiento con sus epopeyas, libros de caballerías, novela sentimental y pastoril. Sus historias se pusieron de moda entre las clases altas, que aunque miraban con miedo el extendido fenómeno de la picaresca, también se sentían fascinados por el mismo.

Ejemplos de literatura picaresca se encuentran en Rinconete y Cortadillo de Cervantes, Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, el Lazarillo de Tormes o El Buscón de Quevedo.

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Referencias:
La vida cotidiana en la España de Velázquez. José N. Alcalá-Zamora. Ediciones Temas de Hoy. 1995.


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